Amanecer V

-Jack, no sé. Es que no sé- fue lo único que se me ocurrió decir, la mirada concentrada en la viruta de suciedad en la punta de mis zapatos.

Recuerdos de hace unos meses volvieron a mi alcance. Mis entrañas se retorcieron aún más: la chica rubia, el golpe en la mesa, chupitos de licor café, calor…

-Sandra, me extraña también de ti que te creas todo lo que te dicen.

Me levanté, inquieta. Notaba cómo un barullo inundaba mi cabeza, nublando mi capacidad de pensar con claridad. Necesitaba moverme, caminar y despejarme.

Quería estar sola otra vez, ansiaba ponerme los cascos de música y perderme por aquellas calles. Ansiaba escapar de mí misma, de mi inconformismo ante mis propias decisiones, las adecuadas para autodestruirme.

Quería tomarme un café mientras leía un libro bajo la mirada cálida del sol. Posar mis pies en la hierba y caminar descalza por el parque Bonaval. Escuchar a los chicos tocar la guitarra, o al perro ladrar de felicidad mientras corre tras la pelota.

Cualquier cosa menos enfrentarme a quien más daño y más cariño me había proporcionado en mi corta vida. Es difícil afrontar a alguien a quien sigues queriendo, aún después de haber hecho daños que podrían considerarse irreparables.

-Necesito dar un paseo- le dije, evitando hablar sobre el tema.

-Sandra, yo te quiero. Por favor…

Lágrimas rodaron por mis mejillas mientras mis hombros comenzaron a convulsionarse. 

Los sollozos nacían desde lo más hondo de mi corazón, un dolor desgarrándome por dentro como aquellos primeros días del final.

Quería que me abrazara, que me besara y me acariciara el pelo. Que me dijera que todo saldría bien. 

Mis problemas siempre se habían esfumado con el aire cuando sus labios rozaban mi piel, o cuando sonreía, con aquellos ojos de corderito degollado.

-Jack, cómo podré volver a confiar en ti? Cómo osas decirme eso después de lo que hiciste? Por qué el año pasado y no hace cuatro, cuando no salías con nadie? Jack, por qué me dejaste quererte tanto cuando yo para ti era un mero postre, un juego?

No podía seguir allí con él, maldición y cura.

Necesitaba huir, huir de mí, de él, del pasado y de nosotros.

En mi fuero interno sabía que estaba montando una escena dramática y adolescente. 

Pero, ay! Cómo duele cuando te hacen a ti daño, y qué poco se nota si no juegan con tu confianza, sentimientos, tiempo, sacrificios…

-Adiós, Jack, que te vaya bien. Ojalá encuentres alguna vez a alguien que te quiera y te cuide, y de la que te enamores verdaderamente. Yo seguiré queriéndote siempre, aún sigo haciéndolo. 

Me giré, sacando los cascos de música de mi bolsillo y acelerando el paso. 

Me alejé del amor de mi vida para poder conservar los pedacitos de mi corazón y mi cordura.

Las lágrimas aún empaban mi rostro, pero ya no caían más.

Lo peor era el dolor punzante en mis entrañas, pero eso no se veía.

Jack no intentó seguirme, no hizo ningún amago de mover un dedo hacia mí. Era la primera vez que le mostraba lo mucho que me había afectado lo que me había hecho. Se había quedado sin palabras, quizás calándole la importancia y consecuencias de sus acciones hace unos meses. La gravedad de ellas aún acarreaban consecuencias hoy por hoy.

Volví de nuevo a la biblioteca tras comprar un café en el Universal, la cafetería deen frente en la cual ya me conocían, y en la que la que nos habían conocido.

Cuatro horas más tarde, agotada hasta la extenuación, me levanté de la silla y recogí mis cosas.

Me había costado concentrarme, pero al final lo había conseguido. Aquel lugar siempre me calmaba, recordándome a las bibliotecas inglesas típicas de hogares de los británicos adinerados. Acogedor y tranquilo.

Cuando al fin llegué al piso, me di una ducha rápida, cené y me metí como una bala en la cama.

Me dormí casi instantáneamente, y muy profundamente.

Amanecer IV

-Vaya, qué rápido hemos vuelto a las viejas andadas. -comentó Jack tras una leve pausa. 

-Salvo que esta vez he elegido yo el destino y no estamos en otro bar tomando algo- repliqué yo.

No quería comparar la situación actual con antaño pues sería mentirse a sí misma.

Dejó que sus pensamientos evocaran de nuevo esas ideas de gente de otra época caminando entre ellos, subiendo las escaleras y llenando la plaza con ruidos más mundanos.

Escuché las ruedas de carruajes repiqueteando sobre el terreno mojado. Los niños gritaban mientras corrían y esquivaban bolas de barro hombres vendiendo en tiendas temporalmente levantadas en las calles. 

Lluvia cayendo de los desagües de la catedral. Fuego quemando de chimeneas cercanas, inundando la zona con olores que provocaban un sentimiento hogareño y de calidez. 

Sin embargo, se encontraba en el siglo XXI, no en el pasado. Pero casi había podido percibir todas aquellas sensaciones, como si su imaginación hubiera evocado lo sucedido en su cabeza a la realidad. 

Juraría que lo había percibido, no solo en su mente pero con sus ojos, oídos y olfato. 

Sacudió la cabeza, alejando esos pensamientos, centrándose en el ahora.

-Cierto, me sigues sorprendiendo, Sandriña- me dijo con un tinte de cariño.

Odiaba su tono de condescendendia, aquel que empleaba por ser mayor y vivir en el engaño de la autosatisfacción.

-Sí, he cambiado. Pero estos gustos ya los tenía antes de conocerte. Lo único que ha variado es mi facilidad en ladrar mi opinión. Adiós a ir a favor de corriente. 

Las palabras me salieron afiladas y llenas de rencor, aquel que había acumulado en mi interior hacia mí misma. Sandriña, la niña que decía sí a todo, siempre afable y amistosa, no queriendo nunca discutir con nadie para no herir sentimientos ajenos.

 Esa niña desaparece con aquellas personas que me habían hecho daño.  

-Vale, vale, perdona. Tan solo bromeaba, no era mi intención hacerte daño.

-No, por supuesto que no. Como tampoco fue esa tu intención cuando…-comencé a decir mientras sentía mi sangre hervir en mi venas, quedándome por dentro.

-Sandra, déjalo. Mira, lo siento por haber dicho si querías quedar. Vine de buena fe, con intención de arreglar las cosas. Sinceramente, tenía esperanzas de que pudiera ser como antes, aunque eso sería demasiado pedir.

-Jack, no- susurré apenas sin fuerzas.

Como solía decirme él, mi boca dice no, pero mis ojos dicen sí.

-Sandra, déjame terminar de hablar.

-Siempre eres tú el que habla, el que decide a dónde vamos, cuándo, por qué. Vemos las películas que tú quieres, el bar que a ti te gusta. Usas mi móvil sin mi permiso pero el tuyo es intocable. Tú eres intocable, pero conmigo puedes jugar como con un maniquí. No, todo eso se ha acabado. 

El rostro de Jack mostraba una expresión difícil de leer. Una mezcla entre pensativo y de contrariedad. Sus labios se encontraban fruncidos, al igual que sus cejas. Sus ojos se veían ensombrecidos por pensamientos profundos.

-Sandra- comenzó a decir lentamente, como si estuviera impartiendo una clase complicada a sus alumnos. – Sabes que ya hemos hablado de esto. Ya te dije que no era verdad, que yo no soy así. Ya sabes que yo nunca te haría daño queriendo, te quiero demasiado para ello. Te he dejado tu espacio y tu tiempo como me pediste, porque ante todo prefiero verte feliz sin mí que infeliz a mi lado. 

Sentía su decepción…No, quizás fuera pena. La misma que sentía yo ante esta situación. Seguía sin comprender cómo nuestro barco, que viajaba felizmente de repente se hundió en la miseria.

No podía remediar pensar que era mi culpa. Yo, siempre la problemática, la causante de los argumentos estúpidos e inmaduros. No sentirme capaz de hacer nada bien. 

Sentía siempre ganas de huir, de alejarme de aquellas personas que me amaban o que simplemente me rodeaban en mi día a día. Ganas de descubrir lugares nuevos en el planeta sin ser descubierta, pasando siempre desapercibida. 

Era un sentimiento que me había acompañado desde la adolescencia, y lo alimentaba de vez en cuando paseando sola por zonas por las que nunca había ido en mi ciudad.

La voz de Jack sonaba de fondo, aún hablando a mi presencia. Mi mente se encontraba aún en una línea paralela al mundo real. Me forcé a prestar atención, intentando no huir de la situación.

-… Sinceramente, creo que estás siendo muy inmadura en este aspecto, Sandra. Tú no eres así, siempre te he considerado como una persona razonable y más madura que el resto de gente de tu edad. Estás fijándote solamente en mis debilidades. 

Sentí algo de vergüenza y una punzada de arrepentimiento en mis entrañas. El rostro se me calentó ligeramente y desvié la mirada hacia mis pies.

Un remolino de dudas me envolvía en su fuerza, que cada vez era mayor.

La verdad nunca es completamente blanca ni negra, sino una gama variable de grises.

Acaso me equivocaría yo, o sería él el que se alejaba de la verdad?

 

Estudio

Cuerpos relajados con cerebros activos me rodean.

Los folios se encuentran encima de la mesa, mi vista haciendo caso omiso de ellos.

Estudio a los jóvenes a mi alrededor. Estudio su desconcentración, idéntica a la mía. Sus apuntes tan solo decorando el mueble de madera que su vez decora la estancia.

Estudio su concentración por sus respectivas pantallas brillantes. Ellos estudian el mundo paralelo que crean en Internet, comparando la suya con la de los demás.

La misma rutina, aprendiéndome la lección que me proporciona el entorno, hasta que finalmente me la sé tan bien como para sacar un diez.

Los cuerpos extraños acaban convirtiéndose en los chicos de siempre. Llegan a formar parte de mi rutina, de mi día a día. Pasan de ser completos extraños a ser los extraños que completan mi bibliiteca. 

Observo mis papeles, mis garabatos. Dónde me he metido yo? Mi pregunta que resume todas mis dudas respecto a mi capacidad de seguir adelante un año más. 

Cada asignatura tiene su secreto en forma de llave que es clave para alcanzar el otro lado de la puerta. Siento como que nunca la encuentro, quedándome a las puertas de alcanzar el puro entendimiento de cualquier cosa. 

Las personas iluminadas por el conocimiento son pasionales, fascinadas por su propio saber. Se expresan con simplicidad y claridad, relajados y exaltados, sin tartamudear en su línea de pensamiento.

Esa inhabilidad de alcanzar la máxima comprensión de cualquier idea me envuelve en una nube de incertidumbre continua.

Me distraigo, me canso. Estudio de nuevo mi alrededor. 

Mi incapacidad para concentrarme en mis papeles y garabatos es agonizante. Mis propios pensamientos se interponen con mi concentración, cortando esa vía como un accidente en una carretera.

Un mal día, un mal comentario, un cansancio extremo. Las horas transcurridas a lo largo del día se apilan sobre mis hombros y en mi carretera mental. 

Estudio y soy estudiada, aunque apenas me doy cuenta de ello.

El chico de pelo rizo recorre la estancia mientras los tablones bajo sus pies se quejan con sonidos huecos. Me mira. Me percato de que se ha cortado el pelo. 

La chica delgadita de la rasta me mira perspicaz, provocando que baje mi mirada hacia abajo.

El gorila humanoide se arrastra para hablar con su amigo melenudo.

El rubio de gafitas redondeadas se sienta en su esquina junto a la ventana.

Después, la biblioteca se llena de silencio. Todo el mundo está concentrado en sus papeles, cesando la divagación de sus mentes. Todo el mundo menos yo.

Aquí sigo, en mi mar de dudas y atenta a mis distracciones. Llena de intención y vacía de atención. 

Confesiones de querer pero nunca ser 

Escribir ha sido siempre mi vía de escape. 

Las letras danzantes y con poderes únicos permiten a cualquiera adentrarse en mundos fascinantes, ajenos, originales. Todo sin moverse uno de su asiento, y sin necesidad de abrocharse el cinturón de seguridad. Sin pastillas contra mareos ni chalecos salvavidas. 

Sin inseguridades pero con imaginación, una buena taza de té o café y unas horas llenas de concentración y evasión.

Después de años viviendo y sufriendo las aventuras de los personajes, un lector ávido se vuelve ambicioso. Considera que no resulta tan complicado redactar su propia historia, de imaginar un mundo nuevo tan impresionante como los que encontraba en las librerías.

Y así, sin más dilación, se compra su propia libreta y su bolígrafo, únicos utensilios necesarios para la faena.

Pero…

Pasan los meses, los años, y la libreta está llena de letras y líneas. De letras, frases incoherentes, sin sentido. Sin ton ni son. 

Las hojas están llenas de ideas a medio acabar, a medio empezar, a medias sin más. Más menos que más.

Personajes, bosques, casas en árboles, cielos de otros universos.

Sí, comienzos sí, pero los nudos de los cuentos se sustituyen por estancamiento mental.

Se forman otro tipo de nudos, esos del estómago por el primer beso, la primera caricia. Los nervios ante un examen difícil o por una travesía en el mar. 

Cesa el río de la imaginación, evaporándose las ideas mientras aumenta el cauce por el que circula la realidad. 

Las tardes sentada gastando la tinta de los bolígrafos se sustituye por salidas nocturnas, por series de televisión aburridas y vacías, por tardes de cachimba y tés americanos. 

Las tardes de letras se transforman en horas malgastadas frente a una pantalla iluminada llena de falsas ilusiones. Instagram, Facebook, Twitter, todo paralelismos evocando una versión de la realidad mejorada, llena de filtros y retocada de mil y un maneras. 

Pasé de los libros a las pantallas, de soñar a dormir, de pensar a olvidar, de crear a comparar.

Y es que fui creciendo y acumulando polvo en mi cerebro y en mis letras.

Ese ego de lector, de creador se enterró en mi propio jardín. Adiós a mi ambición de novelista. Saludos a mi mente durmiente, carente de todo menos aire cargado. Necesito una ventana sinónima de renovación.

Crecí. Comencé a utilizar la escritura como una droga, una evasión de la tristeza, de la depresión que me carcomía por dentro. Evasión de las riñas, de mí misma, de las amistades falsas, de mis inseguridades. 

Letras, las que daban forma a mi huracán de sentimientos sin sentido, sin orden, sin nada más que confusión. Buscaba en ella una manera de encontrarme.

Comencé de nuevo a escribir algún esbozo de historias. Envidiaba, como Hitchcock, mis propios actores. Representaban la mejor versión de mí misma, lo que aspiraba a alcanzar a ser. 

Plasmé mis miedos, mis ideales, mis más profundos y sinceros anhelos. 

Me hice adicta a mi propio puño y letra, nunca sabiendo qué iba a salir de aquello. Nunca sabiendo qué destino le daría a mis personajes, a mí misma. 

Mi estado de ánimo y la música que escuchaba influían en el producto final de la ecuación. 

Crecí. Comencé a ir a recitales de poesía. Más bien a recitales de mentes abiertas, jóvenes, maduras, tristes, graciosas, críticas, sensibles. Y me embriagué con su honestidad, su ilusión, su expresividad. Comprendí y sentí esa misma necesidad de compartir, compartirme. 

Pero aquel ego adolescente había desaparecido. Apenas leía, no escribía, mi imaginación se encontraba oxidada y mis bolígrafos los malgastaba en resúmenes de temas para estudiar. 

Sentía un pánico escénico. Más bien siento, un pánico escénico. Recitar es leer mi corazón en mis propias líneas, con mi propia voz y rostro a completos desconocidos. Sí, de esos que han escrito, han publicado, han realizado sus sueños. Los han perseguido y los han conseguido. 

Y yo sigo aquí, con mis letras malgastadas y polvorientas. Atrofiadas y carentes de fluidez en su recorrido por el papel. 

Lo único que permanece es su honestidad. 

Y yo sigo aquí, años más tarde confesando el querer ser pero nunca ser.

Amanecer III

Cuatro horas y un café después, me dispuse a colocar mi pequeña pila de apuntes de nuevo en la mochila. 

Saqué mis gafas de sol del bolsillo pequeño y me coloqué los cascos de música en los oídos. Pronto “Milky Chance” sonaba por mi móvil y calmaba parcialmente mis nervios, distrayéndome de la cita que tendría lugar en unos minutos.

Comprobé la hora en el reloj colgado sobre la puerta de entrada de la biblioteca: las dos menos cuarto.

Salí de la sala, giré a la izquierda y bajé las escaleras estrechas. Pasé de largo las máquinas expendedoras, el horrible cuadro colgado de la pared y el primer piso. Allí había una preciosa sala, el Paraninfo, pero seguramente estaría cerrada, y tiempo en aquellos momentos no me sobraba para vagabundear por la facultad. 

Cuando ya llegué a la entrada miré mi aspecto en la pantalla del móvil y comprobé si tenía algún mensaje suyo. 

Sí, ya estaba allí. “Ay, qué nervios, madre mía”, pensé. 

Me perdí por las calles empedradas, acordándome de aquel día que diluviaba y me dejó su paraguas. Pisé las piedras que habían sido sujeto de alguna conversación nuestra, sobre su edad e historia. Y en poco rato llegué a uno de los bares que más frecuentábamos antaño: la Tita.

Era conocida por su tortilla de patata, sin lugar a dudas la mejor que yo había probado nunca, como mucha gente coincidiría conmigo respecto a este punto. 

Era un lugar poco llamativo. Una cartel con letras rojas colgaba afuera. El local estaba a rebosar, como era costumbre. Sus paredes eran naranjas, y había tres cuadros con lámparas encima suyas para decorarlas. Las mesas eran como las de antes, de madera oscura y duras.

Le reconocí de espaldas de inmediato. Se encontraba apoyado en la barra pues no había ni un sitio libre. 

Llevaba la chaqueta roja, esa que solía ponerse cuando el sol se asomaba por Galicia y calentaba las calles gallegas con su alegría. Los pantalones eran los color caqui, esos que siempre me gustaron… y su pelo estaba rapado, dotándole de ese aire serio e intimidante que yo sabía demasiado bien que era una falacia. 

No me podía creer que estuviera aquí otra vez…

-Hola- le dije sin pensar 

Jack se giró rápido cuando me oyó. Mi corazón lloró de tristeza y alegría al mismos tiempo. Se derritió poco antes de endurecerse de nuevo mientras corría como un loco, intentando escapar del pecho. Mis pies estaban estancados en su sitio, y no sabía muy bien qué expresión mostraba mi cara. No sabía cómo comportarme, no estaba lista para…

– Hola, Sandra.- dijo mientras se acercaba para darme dos besos. -Me alegro mucho de verte. Qué tal estás?

Sus ojos buscaban los míos como siempre había hecho cuando quería saber realmente cómo me sentía. 

Desvié la mirada rápidamente y atisbé una mesa libre.

-Nos sentamos, que ya hay sitio?- le dije cambiando de tema.

-Qué quieres, ya sabes o lo tienes que pensar?- me preguntó, recordando los viejos tiempos…

-Sí, un Ribeiro, por favor. Gracias. 

Fui a sentarme mientras él pedía. 

“Sandra, relájate, por favor. No es más que un reencuentro de buenos amigos…El pasado pasado está y…”

-Vaya, vaya. Ya veo que ya no tienes problema para pedir, y encima un vino. -bromeó Jack

-Sí, bueno, he cambiado algo desde el año pasado. 

El camarero joven, el de siempre, nos trajo los pedidos y las raciones de tortilla. Mi boca se me hizo agua, pero estaba demasiado distraída como para poder disfrutarla tanto como otros días. 

Jugué con el plato para no tener que mirarle directamente, evitando a toda costa que mis propios ojos me delataran.  

-Y cómo te van las clases? Te gustan las asignaturas? Ya tuviste prácticas? – me siguió inquiriendo Jack tras darle un trago a su cerveza.

Yo seguí jugando con el tenedor, la servilleta de papel y cualquier cosa que mis manos tocaran.

Odiaba que me preguntara acerca de mis estudios. Odiaba que me preguntara por cualquier cosa relacionada con mis prácticas o asignaturas pues me recordaba que él ya estaba con el máster, y que pronto comenzaría su vida laboral. Era un continuo recuerdo del abismo que nos separaba. 

-Pues duro, pasará lo mismo en todas las carreras, supongo. Las asignaturas ya se centran más en el ámbito de farmacia, son mád específicas. En cuanto a las prácticas, aún no las empecé, dentro de unas semanas me toca ya -respondí distraídamente.

El ruido a nuestro alrededor iba en crescendo, aumentando mi estado agotado. 

Jack ya había acabado de engullir su plato, su hambre igual de grande como siempre. 

-Pero te gustan? 

-Sí, sí, me gusta bastante. Cada año más que el anterior. -le respondí.

Por fin encontré el valor para observar su cara de cerca. Esos ojos verdes amarronados que me creaban mariposas en el estómago. Se encontraban llenos de comprensión y de dolor, tanto como los míos. Comprendí que no estaba siendo fácil para él tampoco. Me relajé ligeramente.

-Tú qué tal con el máster? Al final estás haciendo el de educación, no? 

-Sí. Los profesores son en general estrictos pero explican muy bien. El chico del año pasado me ayudó con algunas cosillas y me dio consejos para el trabajo que hay que presentar al final del máster.

-Déjame adivinar, tú ya has empezado con el trabajo de fin de máster. 

Siempre había admirado su gran capacidad para ser constante y hacerlo parecer fácil. 

-Bueno, solo he estado mirando títulos y así. Dentro de una semana o dos ya me pondré a leerlos y a hacer alguna anotación. 

Bebí un poco del vino y doblé las piernas. 

-Pues estoy segura de que te saldrá aún mejor que el trabajo de fin de grado del año pasado, que ya es decir- le dije dándole ánimos.

-Bueno, eso espero, aunque no hay que hacerse ilusiones, que es pronto todavía y hay mucha gente muy capacitada este año.

-Bueeno, bueeno. Tú siempre serás el friki de gafitas.

Le sonreí sinceramente y le di un mordisco a mi tortilla. 

Él me devolvió la sonrisa, divertido.

-Gracias, Sandra- me dijo suavemente.- Estás muy guapa- añadió con un tono aún más bajo. 

Normalmente yo le habría sacado la lengua en señal de indiferencia, ya sabía él demasiado bien que no le creía cuando me lo decía. Pero esa habría sido mi reacción el año pasado, cuando nos veíamos todos los días. Cuando nos compartimos, nos apoyamos, nos alegramos los días. Cuando su presencia me provocaba sonrisas sin razón, nervios y mejillas sonrojadas en demasiadas ocasiones. 

-Gracias- dije escuetamente. 

Tomé más vino y el mundo comenzó a volverse ligeramente nublado en mi cabeza. El efecto del alcohol hoy me estaba afectando más que de costumbre, inhibiendo mis sentidos levemente. 

Apoyé la cabeza en la pared, algo adormilada. 

Las conversaciones ajenas subían de tono según se iban vaciando los vasos y se iba relajando la lengua. Risas, gritos y alguna palabra malsonante revoloteaban a mi alrededor. 

-Sigues yendo a la facultad de Historia a estudiar, no?- inquirió cambiando de tema. 

-Sí, aunque se me hace raro que no estés.

Aquel comentario se me escapó como un estornudo, rápido y sin ser esperado. 

-Lo siento, no debería de haber dicho eso. 

Acabé el vino sin mirarle y me levanté. 

-Debería irme, me estoy agobiando con tanta gente y tengo que hacer cosas. -le dije algo avergonzada.

Se levantó después de mí tras acabar su cerveza de un trago rápido. 

-Te invito yo. No quieres dar un paseo? Así descansas un poco y podemos tomar un café luego, si quieres. 

-No, tranquilo, ya me lo pago yo.

-Como quieras.- cedió Jack. Sabía que a veces me ponía terca y no era buena idea insistir en estupideces o se empeoraría la situación sin razón alguna. 

Nos acercamos a la barra y esperamos pacientemente hasta que un camarero quedó libre y pudo atendernos. 

-Serán 4,20€ las dos cosas- nos dijo el camarero. 

Pagamos respectivamente lo nuestro y salimos del bar. 

Amanecer II

Comenzaba a haber ruido y ajetreo en las calles cuando salí del piso. Los camiones cortaban el paso de los peatones por las calles, los supermercados abriendo sus puertas a la nueva mercancía. Las panaderías desprendían un delicioso aroma a pan recién echo, y los niños alborotaban el aire con sus gritos y su incansable energía.

El señor ya se encontraba sentado donde siempre, al lado del colegio, cantando canciones de generaciones pasadas. Su voz siempre me provocaba respingos en la piel, su música alcanzando el lado más romántico de mi corazón, guardado cuidadosamente bajo llave. 

Seguí recto, pasé de largo la panadería y el Blue café, torciendo a la derecha cuando llegué a la altura de la zapatería haciendo esquina. 

La fachada de la facultad se mostraba tan melancólicamente regia como siempre. Un atisbo de su pasado majestuo se podía leer entre sus piedras musgosas y las estatuas que protegían la puerta. Quedaba eclipsado su aire intelectual por los coches y motos que circulaban sin cesar delante suya.

Subí las escaleras sin dificultad, después de tantos años de subirlas ya me había acostumbrado. Eran tediosas y muchas ya que la biblioteca se encontraba en el piso más alto. 

Cuando por fin entré, me quedé igual que siempre, maravillada por aquellas vistas. Los estantes de madera repletos de libros amarillentos y que acumulaban decenas de miles de historias silenciadas entre sus hojas. Las lámparas enormes que colgaban peligrosamente del techo, sus bombillas ligeramente torcidas. 

La luz que entraba por las ventanas, las vistas desde allí arriba. 

Los estudiantes variopintos, los cuatro mismos gatos de siempre. Unos con frondosas barbas como un lío de cables, otros con pendientes más grandes que los míos propios. Chicas con cabezas de muñecas colgando de sus orejas a modo de pendientes, con el pelo rosa, o demasiado elegantes para pintar allí.

Todo ello envuelto en un halo de silencio tan solo interrumpido por el monótono sonar de los tablones de madera al caminar alguien sobre ellos. 

Coloqué mi mochila en una de las sillas y me quité la chupa de cuero. Me senté y saqué la botella de agua, los libros y los cascos de música. 

Me coloqué donde siempre, en una esquina cercana a la ventana central, desde la cual se veía una de las calles principales del casco antiguo. Se atisbaba un mar de tejados, alguna que otra gaviota posada en las antenas, como si fueran las dueñas de aquel territorio. 

Pronto me concentré en las hojas que se encontraban delante de mí. 

Amanecer 

El sol nacía entre las montañas cuando me desperté. Las calles de piedra cambiaban de color con el paso de la luz sobre ellas. Empezaban siendo oscuras y negras, pero poco a poco adquirían tonalidades más marrones y grisáceas, iluminando así el laberinto del casco antiguo.

El cielo se mostraba de tonalidades pastel, azules y rojos, amarillos y verdes pintaban la bóveda con vivacidad. 

Abrí la ventana de mi habitación y salí al pequeño balcón mientras me estiraba los brazos como un gato. 

Adoraba las mañanas. Existía una paz y armonía antes de que la ciudad despertara que me enamoraba cada vez. 

Las luces de las calles se apagaron todas de golpe mientras el sol ascendía con extrema lentitud. Yo aún seguía bostezando medio adormilada.

Mis tripas no tardaron en atraer mi atención, al igual que mi piel, que comenzaba a notar el frío mañanero típico del norte de España. 

Caminé con cuidado de no hacer ruido hasta la cocina. 

Encendí el fuego para hacer el café, lavé fresas y las corté en rodajas. Puse pan que había comprado el día anterior en el mercado a tostar. Saqué la mantequilla y mermelada de la nevera y regué las rosas del jarrón. 

Aún me sonrojaba al verlas. Me encantaban. Eran del color más puro y profundo que había visto nunca. Parecían del color del vino, y las gotas encima de los pétalos les conferían una delicadeza especial. Debajo del jarrón se encontraba el libro que estaba leyendo, una novela de Conan Doyle menos conocida. 

Cuando la cafetera comenzó a quejarse de las altas temperaturas y las tostadas saltaron de golpe, lo coloqué todo encima de la mesa y abrí el libro. 

Encendí música en el móvil y comencé mi mañana como otra cualquiera. 

Después de desayunar volví a quedarme ensimismada con las flores. 

Habían sido un regalo de mí misma para mí misma, un capricho del momento al pasear delante de una floristería la tarde anterior. 

El dependiente de la tienda había expresado una ligera sorpresa al comentarle que eran para mí, un autorregalo. Mis mejillas se encendieron cuando dijo que era un hecho extraño.

Yo era partidaria de que las mujeres deberían de aprender a hacer más cosas por su cuenta. La primera de todas, ir al baño. Nunca había comprendido la necesidad de ir a hacer las necesidades de dos o de tres en tres, como si necesitaran algún tipo de apoyo moral en realizar tal acción. En fin, cuando la mujer fuera capaz de hacer eso sin ayuda, proseguiría con dar paseos por su cuenta, y después con tomar un café. 

Son pequeños gestos cotidianos que a mí me marcaron la diferencia. Aprendí a valorar mi tiempo y necesidad de estar conmigo misma para poder relajar y desconectar, además de intentar aprender a quererme y valorarme por ser cómo soy. No tiene sentido para todo el mundo, pero cada loco con su tema. 

Últimamente, sin embargo, aceptarme estaba siendo bastante complicado. Me notaba decaída y triste sin razón, sin ganas de hablar y con excesivas ganas de dormir. Me veía algo fea y me comparaba demasiado con las demás mujeres de mi entorno. 

No me gustaba este aspecto de mí misma, esas inseguridades tan acentuadas mientras luchaba por independizarme de ellas, de aprender a restarles importancia.

Las flores habían sido un premio por comenzar a sentirme algo más positiva, y verdaderamente funcionaba.

Fui a mi habitación y me vestí con una falda ajustaba pero cómoda y que permitía movimientos rápidos y ágiles al caminar. Por encima me puse una camiseta que se apegaba a mi cuerpo como una segunda capa de piel. 

En los pies me puse unos zapatos de suela plana y cómodos. Me miré en el espejo tras pintarme  los labios de granate y haberme puesto unos pendientes de aros. 

El pelo caía sobre mis hombros, rizado y negro como el carbón. Unos ojos marrones y algo adormilados me devolvían la mirada con aspecto osco y seco. La piel era de color oliva, exótica me llamaban en ocasiones. Las curvas debajo de la falda eran bastante evidentes, a las cuales había tenido que aceptar sin rechistar, y a las cuales comenzaba a adquirirles aprecio.

No era la chica más guapa, ni la más deportista o inteligente. Yo era yo, con mis defectos y mis puntos fuertes. Y punto. 

Una vez preparada, pillé el bolso, la cartera, llaves y la chupa de cuero. 

Lista. 

 

Adiós, burbuja

De pequeña vivía en una burbuja. Era preciosa y de colores vivos. Siempre iluminaba mis días, proporcionándoles un toque desenfadado. Un aire relajado recorría mi piel con frecuencia mientras me envolvía en un ambiente de armonía y tranquilidad.

Después me hice más mayor y en la parte superior de la burbuja creose un orificio de tamaño pequeño. Mi inocencia se escapaba poco a poco por aquella escapatoria, aunque era demasiado pequeño para que huyera completamente.

Atrás quedaron los días sin leer entrelíneas, sin chistes secundarios de mal gusto. Atrás quedaron las calles vacías de silbidos o comentarios tan empalagosos que provocaban una expresión en mi rostro de asqueo total. 

No voy a mentir, alguna que otra ocasión me he sentido halagada, pero es que otro agujero en mi burbuja cambió ese punto de vista.

Tengo un tesoro, es brillante y precioso, más que las piedras que venden en las joyerías. No es un objeto, sino un ser viviente como tú o como yo. Pero, sin embargo, a la vez no tiene que ver con ninguno de nosotros. Es como si le hubieran dejado la cáscara y la hubieran llenado de luz y de wonderlust.

Sus ojos son grandes y pasionales, sus manos en constante movimiento, como las ruedecitas que construyen su mente. 

Un día  picó a la burbuja, y dejé que esa puerta nunca volviera a cerrarse.

Y las ideas de fuera entraron sin dudar, aceptando mi amplia invitación.

Qué he hecho yo más que plasmar mis pies sobre el suelo de piedra? Acaso necesito que alguien ajeno a mi mundo me diga cómo, qué o quién soy? No. 

Acaso necesito opinión de alguien sobre mi propia cáscara? Sí, de mí misma. 

Tampoco voy a esconderme detrás de lo establecido como políticamente correcto. También me apoyo en las personas que me rodean, las que me hacen y hago brillar. Pero donde hay confianza hay exposición de lo más profundos miedos, y la luz nunca se tornará oscura. 

Acaso yo, hablando desde mi naturaleza que me diferencia de las personas a las que hemos clasificado como hombres, les silbo por la calle? Les digo vaya culo que tienen, o que se preparen, que yo ya lo estoy? Acaso si les pidiera el número y no me lo dieran es porque se hacen los duros y no porque realmente no quieran nada conmigo? 

Acaso las mujeres, como personas que también son, no tienen el derecho de comportarse como les venga en gana?

Por qué el encarcelarlas bajo ropajes de 7kg de peso, provocándoles úlceras en la piel, accidentes por la falta de visión detrás de la tela con cuatro agujeritos para los ojos? Por qué eso, más dañar al feto que se desarrolla en su interior, destinado a nacer enfermo por la falta de luz solar…

Por qué encarcelarlas a llamarlas frescas cuando no llevan la ropa que hombre considere adecuada? Qué importará? Acaso no hay también hombres “libres de cascos”? Entonces por qué en un hombre está bien visto pero en una mujer se le clasifica como lo peor? Por qué ellos entonces es lo que buscan, pagan por ello para pasar el rato, lo ven por Internet…

Por qué encarcelarlas en una talla, un tipo de cuerpo único, color de cabello especial, forma de vestir universal? 

Sinceramente, creo que es porque muchos hombres no saben cómo actuar frente a una mujer cuando se dan cuenta que presentan la misma capacidad que ellos para pensar. Se dan cuenta que tienen miedo porque no saben cómo actuar frente a palabras habladas pero sí pueden interactuar con el físico.

Eso es lo que yo pienso de aquellos hombres que se comportan de manera injustificada e injusta contra las mujeres.

He intentado ponerme en su lugar, saber por qué yo no los veo a ellos como objetos sexuales o como un ser al que dominar.

Esta es mi opinión.

Y qué pasa con los hombres de buen corazón? Ah, esos me rodean. Les quiero tanto que no creo que lo sepan en su completa magnitud. Si ellos están tristes, yo también. Quiero que sean felices todo mis amigos, mi padre, mi tíos, mis abuelos.

Últimamente se lo digo, les digo que les quiero tal y como son. Por darme de comer, por darme cariño, amor, risas, apoyo. Por rodearme de suerte y yo formar parte de la suya. Por sacarme lo mejor de mí.

Y es que hablo de un mundo algo lejano a mi burbuja. A veces me salpica pues ahora mi protección respecto al mundo exterior es menor. Mi burbujita presenta más orificios, que gracias a ellos he conseguido abrir los ojos.

Gracias a las personas que me rodean he podido evolucionar ligeramente. Cada uno llamando a mi burbuja, y cada vez dejando para siempre abierta la puerta. 

Un día, las ideas, sabiduría, experiencias, risas, tristezas serán tantas que provocarán a mi burbuja explotar. 

Y aquel día diré, adiós burbuja.

Fui a buscarte y de camino a ti me perdí a mí

Fui a buscarte y de camino a ti me perdí a mí.

He buscado en todas partes: debajo de la almohada y entre mi ropa, en mis apuntes… mis esfuerzos son en vano. 

Bajo mi almohada está tu olor y entre mi ropa está tu sudadera.

Mis apuntes están inundados de aquel primer día en la biblioteca, el número uno de infinitos más. 

Esta enfermedad que provoca la ausencia de mí misma es engañosa. La situación es similar al despiste: me dejé colgada en alguna percha y me olvidé de ella, no acordándome de dónde está mi yo. 

Como aquel día que me dejé el abrigo en clase. En el momento en el que lo necesité, me acordé de él.

Necesitar. Es un verbo con el contorno de un arma fuerte y sutil. Es capaz de provocar épicos desastres o momentos gloriosos.  

Por otro lado, a veces siento que estoy en un laberinto sin final, dando vueltas y vueltas con total aletoriedad por pasillos vacíos y huecos, mi pesar el único eco. 

Quizás, debería buscarme en mis calles. En aquellas que cambié por tu olor, tu esencia, tu presencia. En aquellas en las que jugaba a perderme para encontrarme de nuevo, sin nunca realmente haberme alejado demasiado. Sin quemarme, siempre al borde del abismo. Sin sustos ni imprevistos, sin miedos. 

Quizás debería de crear un nuevo camino. Con las baldosas desgastadas por el golpeteo continuo de la lluvia. Con paredes también frías y grises, pero marrones al sol. Polifacéticas, camaleones al descubierto, como yo. Con todo lo escondido expuesto al mundo exterior.

Unas callejuelas estrechas, con puertas abandonadas y llenas de garabatos, únicos recuerdos de noches de las buenas: borracheras de risas y agua de hielo derretido, cero lágrimas rodando por mejillas ajenas.

Sí, esas calles mías suenan bien. No hay caminos sin salidas, sino escaleras, esquinas, rampas, rotondas… Un sin fin de posibilidades, una de ellas me llevará a ti.

Pero ya sabré quién soy, un alma más con cicatrices como identificación. No volveré a perderme por tu mundo, que para mí es incierto y oscuro. No, prefiero el mío. 

Podemos compartir, pero sin invadir. Podemos ser sin perder. Sin perdernos. Tus calles con las mías, conjuntas. Sin bombardeos ni callejones sin salidas. 

Mi muralla se cayó

A los diecisiete años cambié mi corazón por una caja fuerte. 

La elegí pequeña pero hermética, comprimiendo en su interior toda aquellas sensaciones que previamente me habían inundado el cuerpo entero.

La elegí cúbica y plateada, con una rueda carente totalmente de números. Como bien comprenderéis, era bastante complicado abrirla pues no había llave ni contraseña. 

En algunas ocasiones sufría algún leve escape por un agujero infinitesimal mente pequeño en una de las esquinas. Era un fallo de serie.

En esos días especialmente duros para aguantarlos mi cajita fuerte, liberaba la tensión dando largos y tediosos paseos.

Recorrí en ese año kilómetros y kilómetros de playa, siempre y nunca las mismas vistas. 

Aprendí a apreciar el sonido adormecedor, casi terapéutico de las olas al saludarse fuertemente con las rocas. Aprendí a calmar mis mareas con las protestas de las gaviotas. 

La sal impregnaba mis vías olfativas, y mis pies golpeaban con fuerza el asfaltado, como queriendo dañarlo.

Siempre iba sola porque era parte del trato, parte de la caja fuerte. Tenía que aprender a hacer actividades por mí misma, a ser independiente, fuerte, feroz, inexpresiva, insensible. 

Y lo conseguí. 

Meses después, mi hermana se enfadaba conmigo, yo no entendía por qué discutíamos tanto, y eso después de haber estado una semana sin hablar. Mis padres se preocupaban y enfadaban simultáneamente, contentos de que me hiciera más libre pero a la vez echándome de menos, en falta les hacía saber que les quería. 

Hoy me han derrumbado y destruído casi por completo mi caja hermética. Me he dado cuenta que no me deshice de mi corazón, sino que simplemente estaba encarcelado por mis propios miedos, escondido bajo los escombros de mi delicadeza patológica.

Hoy, han conseguido abrir la brecha que he estado intentando sellar todo este tiempo por mí misma. 

Sus palabras me recorrieron como un bálsamo, un viento que sacudió el polvo de encima de mis sentimientos, consiguiendo paz como nunca antes.

Unas caricias en mi corazón, cerrando suavemente las cicatrices según avanzaba su discurso, cada punto más certero que el anterior. Cada punto, hasta el final, que consiguió curar mi herida.

De dentro a afuera. 

Y es que a veces necesitamos escuchar que nos aprecian aún conociendo nuestro lado más oscuro. Solo en ese momento, totalmente expuestos al descubierto podremos empezar a aceptarnos poco a poco. 

Sin prisa pero sin pausa… Y con prosa, mucha, mucha prosa.